Si la curiosidad mató al gato, definitivamente es lo que puede salvar al ser humano, y especialmente en el mundo organizacional. En un mundo cambiante, incierto y gobernado por las fake news y la “infoxicación”, solo la capacidad para plantearse las cosas más allá de lo obvio, lo cómodo y lo comúnmente aceptado puede salvarnos de la mediocridad, diferenciarnos y, seguramente, salir de la rutina ineficiente. Ese esfuerzo suplementario que supone salirse del camino fácil para buscar nuevas alternativas requiere una habilidad que, por desgracia, no abunda en las empresas: el pensamiento crítico.

El pensamiento crítico podría definirse como la capacidad para rebelarse, discutir u oponerse, ante los hechos y las teorías que todos los días se nos presentan como verdades absolutas y certezas incuestionables. Unas inercias habituales en las empresas y que en muchas ocasiones se sostienen únicamente con argumentos tan endebles como el de que “todo el mundo lo hace así” o “ese es el modo en el que siempre hemos hecho las cosas aquí”.

Frente a esas dinámicas inmovilistas, el pensamiento crítico plantea entrar a analizar de una manera racional, profunda y reposada las razones que llevan a las empresas y a las personas que trabajan en ellas a hacer y decir las cosas que hacen y dicen. Y, sobre todo, a no tener que comulgar con esas conductas e ideas. Supone cuestionarse el statu quo, no dar nada por sentado –ni siquiera las propias creencias y opiniones– y tomarse la molestia de buscar grietas en lo que todo el mundo insiste en presentarnos como un sólido muro de consistencia.

Cultivar ese sentido crítico en el seno de la organización es la vía más directa hacia la competitividad empresarial. Y es que en un contexto empresarial tan complejo y cambiante como el actual, la innovación es la herramienta clave que permite a una compañía diferenciarse de la competencia y generar un impacto significativo en su audiencia. Y el mejor catalizador de la innovación es, precisamente, el pensamiento crítico.

Paradójicamente, el pensamiento crítico no es una herramienta que goce de demasiado predicamento en las organizaciones. En primer lugar, porque a sus responsables no les suele gustar que los colaboradores les enmienden la plana con ideas propias mejores que las suyas. Y también por una falsa idea muy extendida que asocia pensamiento crítico con “queja”, con “lamento” y que tiende a tildar a los empleados que lo practican como “problemáticos”.

Se trata de un grave error de concepto, porque el verdadero pensamiento crítico no tiene nada que ver con eso. De hecho, se encuentra en las antípodas de la queja, ya que, por definición, implica plantear ideas nuevas, aportar soluciones y proponer alternativas de mejora. En definitiva, el pensamiento creativo cambia la “protesta” por la “propuesta”. Y siempre, pese a ser una habilidad cognitiva, de una forma orientada a la acción, a la resolución de problemas y a tomar las mejores decisiones posibles.

En un contexto empresarial dominado por la velocidad, desarrollar el pensamiento crítico no resulta sencillo ni demasiado popular, porque esta habilidad cognitiva de pasar las decisiones por el tamiz de la razón se asocia a la pausa y a la ralentización de procesos. El miedo a la “parálisis por análisis” es a veces tomado como pretexto para no fomentar este tipo de comportamientos en la empresa. Pero el temor al bloqueo no debe disuadirnos de aplicar la razón y el pensamiento colectivo a las dinámicas organizacionales. De hecho, el pensamiento crítico ayuda a encontrar equilibrios razonables entre la reflexión y la intuición, de manera que las oportunidades puedan ser identificadas –o creadas– cuando se presentan y explotadas en tiempo y forma de la mejor manera posible.

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